Sobre el trozo de Lastras que hay en la luna

Esta historia está basada en un hecho real. Igual algún hecho puntual o varios, están ligeramente modificados, pero vamos, la base de la historia es posiblemente correcta. Esta historia habla sobre un trocito de Lastras de Cuéllar que hay en la Luna. El hecho es básicamente histórico, real, aunque puede que algún detalle no sea fiel con los acontecimientos, pero la historia es, posiblemente, cierta. O eso me gusta pensar.

Todo empezó un día, sentado en el banco denominado “de la paciencia” que hay frente al bar El Pincho, en Lastras de Cuéllar y que mira hacia la carretera que une Lastras y Aguilafuente. Un banco que puso allí alguien, y que otro alguien lo bautizó con ese nombre, sin que los estudiosos de la localidad se pongan de acuerdo en la fecha y los protagonistas relacionados con ese banco. El caso es que estaba yo allí sentado y saqué mi teléfono móvil del bolsillo. Al sacarlo, una moneda salió de él y rodó unos metros. Eran 50 céntimos, en el límite de lo que compensa agacharse a recogerla. Pero me agaché. Las causalidades no existen. Por qué saqué el móvil justo allí, por qué había una moneda junto a él cuando yo no guardo en el bolsillo las monedas, para evitar precisamente que se caigan, por qué me agaché a recogerla, y sobre todo, por qué miré hacia el banco cuando estaba agachado, todo eso son casualidades, esas que no existen, pero que sumadas, le dan sentido a nuestra vida. Pues al agacharme y mirar hacia el banco descubrí un texto, un pequeño escrito aparentemente antiguo, que llamó mi atención: 

«A piece of you is in the moon» (un trozo de tí está en la luna).

Aparentemente un texto sin sentido. ¿No os ha pasado que a veces una canción martillea vuestro cerebro sin saber por qué precisamente esa canción te está taladrando las neuronas? Pues casualmente, de nuevo la casualidad, la frase se quedó resonando en mi cerebro. ¿Qué hacía una frase escrita en inglés en un banco de Lastras? ¿Quién lo había escrito? ¿Qué quería realmente decir? La cosa es que la frase anduvo dando vueltas en mi cerebro durante todo el día y parte de la noche, una frase sin sentido, breve. ¿Qué quería decir eso?

Las canciones que rondan la cabeza igual que vienen se van y eso pasó con la frase. Al día siguiente mi mente ya estaba ocupada en otras cosas, seguramente de igual o menor importancia. 

Pues de esas casualidades que no existen, un día estaba yo en una bodega tomando vino, escuchando a unos y otros que cantaban y tocaban jotas y temas tradicionales. Estábamos apretándonos unos judiones de la granja entrelazados con chorizo de cantimpalos, unos berros que alguien había traído del río y unos espárragos trigueros a la plancha, lubricado todo con vino de bodega del año, para que pasara bien todo aquello, y alguien cantaba:

Y a mí no me dejo nada,

cuando se murió mi abuela,

y a mí no me dejó nada,

y a mi hermano le dejó, asomado a la ventana,

asomado a la ventana, cuando se murió mi abuela.

Pero casualmente, y con la misma música, 

La piedra que hay en la luna

que es un trocito de lastras

la piedra que hay en luna

que se la llevo un rubiales

que en Lastras buscó fortuna, que en lastras buscó fortuna

la piedra que hay en la luna

Un escalofrío recorrió mi espalda. Vino a mi mente de golpe la frase escrita en el banco de la paciencia: «A piece of you is in the moon»

Esperé a que el ‘cantante’ terminara sus cantes, dándome tiempo a repasar las costillas con patatas que habían colocado en mi plato, y a tragar otro vaso de vino de lastras, pero cuando dejó de cantar prácticamente salté sobre él.

  • – Oye, ¿eso que has cantado qué es? La jota esa de la ‘piedra que hay en la luna’
  • -¿Pero que me dices? ¿No sabes la historia?

Mis pupilas se dilataron por completo. El corazón me latía con fuerza. El secreto y el tormento de la frase rebotando en mi cabeza estaban a punto de acabar.

-Déjame que me coloque este platito de morcillo con chorizo y patatas y te lo cuento todo. Pero tráeme un poco de vino y acompáñame con un platito de esto, que te va a gustar. 

Solo por acompañarle y que no se me fuera el que me iba a desvelar una historia que empezaba a parecer apasionante, le acerqué mi plato, que sirvió generosamente con un buen trozo de morcillo, un chorizo que rebasaba los límites del recipiente, y unas patatas de esas que se te saltan las lágrimas. Pero no lo hice por gula, lo hice por necesidad: necesitaba conocer la historia y darle paz a mi cabeza. Así que bebí y comí tanto como él, esperando sin impacientarle a que acabara: no me parecía cortés monopolizarle, por mucho que necesitara ya que comenzara a contarme y por mucho que mi ansiedad estuviera escalando hasta límites desconocidos para mi…

Lo acompañé, comiendo y bebiendo hasta muy tarde … y ya no me acuerdo de como acabó. Se vé que el cantante tenía más aguante que yo, así que cuando me desperté por la mañana en una cama que no era mía ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Así que me quedé sin mi historia. Por la mañana, después de desayunar en la casa que me brindó su hospitalidad, busqué por bares y bodegas al individuo que había cantado aquel fragmento de jota, pero por mucho que trataba de explicar cómo era y quien era, donde estaba sentado, etc., no conseguía que nadie me dijera quien era y donde localizarlo. Por la noche ya, hora de regresar a Madrid, solo había conseguido que pensaran que bebí y comí demasiado (algo no alejado de la realidad) y que la jota y el que lo cantaban solo estaban en mi imaginación. Pero yo estaba seguro de que aquello era cierto, de que no lo había soñado, porque no era posible que todo el mundo se acordara perfectamente del morcillo con chorizo y patatas, de los judiones, de las rosquillas, de las costillas, y en fin, de todo lo que desfiló por aquella mesa, y que mi imaginación se hubiera inventado tan solo la jota. 

Pero lo cierto es que no conseguí dar con el individuo. Antes de marchar para Madrid, paré en el banco, y allí estaba la frase: 

«A piece of you is in the moon»

Habría transcurrido por lo menos dos años, y el caprichoso destino, la causalidad, me situó en la base naval de Rota. Me dedicaba entonces a los sistemas de propulsión basados en turbinas de gas, y realizaba un análisis del sistema de propulsión del buque logístico (portaviones) Juan Carlos I. Mantenía un debate con un ingeniero de Estados Unidos, una tal Andrew, sobre la velocidad del buque logístico y la velocidad que deberían tener las fragatas que lo protegían, y me animó a que siguiéramos la conversación en el bar de la zona americana de la base. Pasamos por su residencia a recoger la cartera (pagaría él, eso estaba bien), y al entrar en su salón me quedé de piedra. En un rincón cerca del sillón en el que esperaba, estaba escrito a modo de grafiti minúsculo:

Lastras will be in the moon (Lastras estará en la luna)

Mi corazón de nuevo se sobresaltó. Para evitar malentendidos, le hice una foto al ‘graffiti’. Cuando Andrew apareció tuve que preguntarle:

– Oye, ¿tú sabes qué quiere decir eso y quien lo ha escrito?

Miró el graffiti, y me dijo que llevaba allí desde siempre. Solo sabía que el apartamento, en otro tiempo lujoso y ahora en claro declive, estuvo ocupado bastante tiempo por Michael Collins (Roma, 31 de octubre de 1930), un antiguo astronauta estadounidense que voló en 1969 en el módulo de mando Columbia de la misión Apolo 11 alrededor de la Luna mientras sus compañeros Neil Armstrong y Buzz Aldrin realizaban el primer alunizaje de la Historia. Fue piloto de pruebas y mayor general de la reserva de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Él no quiso borrar el graffiti porque supuso que lo había escrito un personaje tan ilustre.

En mi mente, las escasas piezas del puzzle empezaban a encajar, aunque no sabía cómo. El mensaje en el ‘banco de la paciencia’, la letra de la jota, que revelaba que había más gente que conocía aquello, y ahora el graffiti en la pared de una vivienda ocupada por uno de los astronautas que realizó el primer vuelo espacial no eran tres hechos aislados, sino que estaban evidentemente conectados, aunque yo no sabía de qué forma.

Como Andrew no parecía saber nada más, parecía que la única forma de saber qué ocurría era hablar con el propio Michael Collins y preguntarle a las claras qué tenía que ver él con Lastras de Cuéllar. Conseguí averiguar que era el Presidente de su propia compañía, la Michael Collins Associates LTD, una empresa dedicada a la consultoría aeroespacial, e incluso conseguí la dirección en Washington DC y el teléfono. La magia de internet. Pero a pesar de que realicé varias llamadas, siempre encontré una barrera amable pero impenetrable: la secretaria que atendía el teléfono. Siempre tomaba nota, pero nunca conseguí que me pasara con Collins. Incluso formulé la palabra clave: ‘Lastras’. Indiqué de forma intrigante que quería hablar con él de un viejo proyecto. ‘Please, say him that I want to speak about Lastras 1965’ (por favor, dígale que quiero hablar sobre Lastras 1965). Evidentemente, la fecha me la inventé, pero era suficientemente intrigante como para despertar curiosidad. Pero pasaron los días y no conseguí que me devolvieran ninguna llamada. 

Así que antes de regresar desde Rota a Madrid, finalizado ya el trabajo que debía hacer allí, decidí tomarme un rico cazón en adobo como solo en Andalucía saben hacerlo. En un bar que estaba cerca de la base, y que me pillaba de paso hasta el hotel donde debía recoger mis cosas, paré a degustar tan rico manjar. En la mesa coloqué todo lo que había recopilado sobre el caso: la foto del banco, la foto del graffiti, mis notas con las posibles hipótesis que relacionaban mis tres pistas, y dos fotos de Collins que había conseguido en internet, una de la época en la que fue elegido como astronauta del Apolo 11, y otra más o menos actual. Y con mis fotos y mis hechos significativos desplegados en la mesa, el camarero apareció con la ración de cazón y una cervecita fresca para que pasara mejor. Se paró junto a las fotos buscando un sitio donde aparcar el plato y la copa, se quedó observándolas y dijo:

– Anda, ese es el “Cólin”, el amigo de mi padre

– ¿Tu padre conocía a Michael Collins? – le dije yo

– Mi padre era el mejor amigo del “Cólin” en España. El poco español que sabía se lo enseñó mi padre, que de hablar inglés, ná de ná. Los dos eran muy amigos. Él venía mucho por aquí, era piloto de la base hasta que se fue a lo de la luna. Mi padre dice que entre ellos no había secretos y que sabe muchos detalles de todo aquello de la luna que nadie conoce.

Por casualidad había llegado a ese bar, por causalidad había sacado mis fotos, y por causalidad me di cuenta de que posiblemente ese hombre conocía el nexo de unión entre Lastras, el banco, la jota, el graffiti y por supuesto, la luna. Había que hablar con él.

Y por supuesto, me informé todo lo que pude acerca de Michael Collins y de la aventura de la llegada a la luna. Leí un montón de anécdotas, de historias conspiranoides que desmienten que el hombre llegó a la luna en 1969 y que todo fue un montaje, de lo mal que le sentó a Collins no bajar a pisar la superficie lunar y tener que quedarse orbitando alrededor de la luna mientras sus compañeros Armstrong y Aldrin pisaban la superficie lunar, colocaban la bandera de los Estados Unidos, dejaban peso que no necesitaban para regresar a la nave de regreso y depositaban allí una capsula de tiempo con objetos elegidos por los tres, con el visto bueno de los científicos y técnicos de la NASA. Curiosa historia la de la cápsula de tiempo. Cada uno de los tres eligió tres objetos, con criterio científico y pensando en la humanidad, pero elegidos por cada uno de ellos. Me interesó especialmente lo elegido por Collins. Michael eligió para tan memorable hecho histórico tres elementos que por supuesto contaron con el beneplácito de la NASA: una fotografía que mostrara la especie humana, con un ejemplar macho y una hembra, en blanco y negro para evitar el deterioro que pudieran sufrir los pigmentos de color, y plastificada en materiales muy resistentes; un objeto hecho por el hombre de un material noble muy estable que reacciona con dificultad (oro) y una piedra natural, elegida en este caso por una institución científica española, el Instituto de Geoquímica de España, que eligió y envió una pequeña piedra granítica. “Qué sosos son estos americanos, pensé yo”: a mi me dan la posibilidad de dejar en la luna unos objetos a mi elección para una capsula del tiempo que sería abierta en algún momento del futuro, y no elijo eso, hubiera elegido algo con alto de valor sentimental, algo importante para mí. Estos americanos son gente fría, por lo que se ve, no le ponen pasión a las cosas.   

No regresé a Madrid, sino que al día siguiente volví al bar, a degustar nuevamente el cazón en adobo, pero sobre todo, a preguntarle a dueño cómo podría hablar con su padre, porque necesitaba preguntarle algunas cosas sobre Michael Collins que seguramente solo él sabía. Le dije que yo trabajaba para un importante medio de comunicación y que estábamos haciendo un programa sobre el 50 aniversario de la llegada del hombre a la Luna. 

El padre del dueño del bar se llamaba Manolo, muy andaluz, y era un señor de 89 años de edad con diversas dolencias y alto grado de dependencia, que vivía en una residencia de la tercera edad en Sanlúcar. Me acerqué hasta la residencia, y después de cumplimentar ciertos trámites para entrar, facilitados por su hijo, tuve una larga y productiva charla con él.

Me contó que efectivamente, fue un gran amigo de Collins, y que su amistad se remontaba al año 1961 en que lo destinaron por primera vez a la base militar de Rota. Como su bar estaba muy cerca de la base y los americanos gustaban de vez en cuando de salir del universo que se habían formado allí para degustar delicias locales, se convirtió en cliente habitual. Entonces ambos tenían 31 años, y enseguida entablaron amistad. A pesar del corto español de Collins, lograron entenderse, aunque la verdad es que Collins aprendió más español que Manolo inglés. Pero Manolo le enseño la zona, le acompañó muchas veces a ver diversos sitios cercanos, como Tarifa, Vejer, Medina Sidonia. En el año 1962, allá por el mes de Julio, quiso conocer algo más de la geografía española, y se aventuró en un viaje en solitario por la España interior, con su flamante Dodge que había traído de Estados Unidos, un coche grande y lujoso que llamaba la atención en una España acostumbrada al Seat 600 y al 1500. Me contó que en ese viaje había conocido, exactamente el 20 de Julio, a una morena en un pueblecito en fiestas, al que llegó por causalidad. Le contó que la chica se llamaba Lastra o algo así, y que su característica más destacada era que tenía un bonito cuello. También le contó en el fulgor de la fiesta bebieron, rieron, una cosa llevó a la otra y acabaron, en plena fiesta, detrás de uno de los carromatos de los feriantes, y que en un banco de piedra detrás de ese carromato dieron curso  la pasión. Esa noche durmió en el coche, y a la mañana siguiente, antes de volver para Rota, volvió a ver a su amada Lastra y se hizo una foto en la plaza con un fotógrafo ambulante de esos que iban a los pueblos en las fiestas.

Me habló un poco de la foto. En ella se veía a Michael y a una guapa muchacha de unos 20 años, con cara de muñeca. Me contó que sí, que la muchacha, la tal Lastra, era muy guapa, pero que su cuello no tenía nada de especial, y que no sabía por qué Michael hacía tantas referencias a él. Yo le pregunté si estaba seguro de que la muchacha se llamaba Lastra, a lo que él respondió afirmativamente: “seguro”, me dijo. Le indiqué si no era posible que la muchacha fuera de un pueblo llamado Lastras de Cuéllar, y que el nombre de la muchacha fuera otro. El pensó un momento si lo que yo decía tenía sentido, pero finalmente se decantó por la opción que estaba en su cabeza desde siempre: 

-No. La muchacha se llamaba Lastra, y siempre decía algo de su cuello. Eso que dices no puede ser. 

Me contó entonces que hizo un segundo viaje 5 meses después, unos días antes de navidad, en plenos fríos invernales. Parece que la muchacha había dejado una huella imborrable en él, y no podía quitársela de la cabeza. Así que fue a verla nuevamente en su Dodge, en uno de sus permisos como piloto de la base de Rota. Pero cuando regresó de ese viaje, estaba extraño. Después de unas copas de vino, Michael le confesó que volvió a encontrarse con la muchacha, pero ésta estaba embarazada. Él, a sus 32 años, le pareció que no estaba preparado para esa noticia, y regresó a Rota para recapacitar. 

Pero tan solo un mes después, al regreso de las fiestas navideñas y ya en el año 1963, había tomado una decisión. Volvería al pueblo de la tal Lastra, y le propondría que se viniera a vivir con él a Rota y a cualquier parte del mundo donde él estuviera. Compró un anillo de oro y volvió al pueblo a buscarla.

Pero desgraciadamente, no la encontró. La chica había desaparecido. Preguntó por ella, pero nadie supo decirle ni quién era, ni donde vivía, ni donde se había ido. Sencillamente, había desaparecido. Su español no era muy bueno, tampoco tenía la foto porque la había dejado en Rota (nunca pensó que le sería necesaria), y perdió toda pista de la chica y del hijo que esperaba.

Eso sumió a Michael en una gran depresión. Seguía yendo al bar de Manolo, pero se volvió raro, siempre dándole vueltas al anillo y a la fotografía de la chica. Volvió al menos dos veces más a buscar a su amada, pero ni la encontró ni nunca más supo de ella. 

Yo le expliqué a Manolo que eran tiempos de emigración. El éxodo rural había comenzado, y era posible que la muchacha, con sus padres, se hubiera trasladado a otra ciudad. Le pareció razonable la explicación, pero de cualquier forma, lo cierto es que no volvió a saber nada más ni de ella ni de su futuro hijo, que probablemente ya habría nacido. 

Unos meses después, le dieron la gran noticia. Había sido seleccionado por los americanos para formar parte de un equipo de astronautas que participarían en diversos proyectos que tenía por objeto llegar a la Luna. Se trasladó entonces a Estados Unidos y ya no volvió por España. En 1966 hizo su primer vuelo en la misión Gemini 10, en la que se convirtió en el primer hombre en hacer dos paseos espaciales fuera de la nave, y en el cuarto hombre que salió al espacio exterior. 

Pero en el año 1968 Michael volvió a España, y tenía muy claro lo que quería: quería encontrar a “Lastra”. Propuso a Manolo que le acompañara, por su evidente dificultad con el idioma, pero Manolo tenía que atender su bar. Así que con la compañía de un traductor, se fue de viaje al pueblo de “Lastra” dispuesto a encontrarla y a saber de ella y de su hijo. Y se llevó consigo la foto que se había hecho en las fiestas de aquel 20 de Julio de 1962, casi 6 años antes, y el anillo que compró unos meses después. Pero él y el traductor que le acompañaba se volvieron con las manos vacías, a pesar de los esfuerzos que hicieron ambos. 

Volvió desilusionado, pero hizo un encargo a Manolo de lo más extraño. Se lo pidió como un gran favor personal, algo que no olvidaría. Le dio un pequeño trozo de piedra, de apenas 2 centímetros, y le dijo que lo envolviera en una caja de cartón, le pusiera una etiqueta grande en la que se pudiera leer INSTITUTO DE GEOQUÍMICA DE ESPAÑA, y la enviara a una dirección en Houston, Texas. Como pago por tan gran favor, y a pesar de que Manolo habría hecho eso y mucho más por él, le regaló su flamante Dodge. Y por supuesto, Manolo, gran cumplidor de sus compromisos, envolvió la pequeña piedra, compró una caja apropiada, robusta y señorial, de madera de pino, metió la piedra dentro y la envió por correo certificado urgente a la dirección de Houston, con unas letras que aún recordaba muy bien: “Para la NASA. Remite: Instituto de Geoquímica de España”.

Y nunca más volvió a saber de Michael ni de Lastra, ni del paquete ni de nada. Solo le quedó el Dodge, que para él siempre tuvo el valor sentimental de que era el regalo de su amigo el astronauta. Y a pesar de que recibió buenas ofertas por él, nunca quiso venderlo. Y aún lo conserva.

Pero para mí la historia que me había contado empezaba a tener sentido. Las piezas empezaban a encajar. Solo me hacía falta volver a Lastras a confirmar mi sospecha, mi línea principal de investigación. Así que desde Rota me fui directamente a Lastras, a ver de nuevo el banco de la paciencia y examinar el mensaje escrito en la piedra. 

Y delante del banco, arrastrado en el suelo, esbocé una sonrisa. Mi sospecha era correcta. Mi hipótesis se acababa de confirmar. Un pequeño hueco, de unos 2 centímetros de diámetro, hecho probablemente con una navaja, destornillador u otro elemento metálico similar, aparecía justo al lado del mensaje. Sonreí imaginando a Collins arrancando un pequeño trozo del banco de la paciencia, metiéndolo en un sobre y entregándoselo a Manolo, su amigo del bar de Rota, y pidiéndole como favor personal que enviara el pedacito de granito a la NASA con el remite de un inexistente Instituto de Geoquímica de España. Esa era el tercero de los objetos que había introducido Collins en aquella capsula del tiempo, de una forma tan sutil y elegante que nadie sospecharía que en realidad se trataba de algo con un alto valor sentimental para él. Y los otros dos objetos, costaba poco adivinar qué eran: el anillo de oro con el que quiso pedirle matrimonio a la joven lastreña de la que probablemente desconocía su nombre (y a la que se refería siempre como la de “Lastra de cuello”), pero que esperaba entonces un hijo suyo al que nunca ha conocido, y la fotografía de los dos humanos macho y hembra, que sería con toda probabilidad la foto que se tomaron en las fiestas en las que se conocieron. 

Así que en el denominado Mar de la Tranquilidad, un impresionante cráter de unos 30 Km de diámetro en la que se posó el módulo lunar de la misión Apolo XI, descansa desde el 20 de Julio (exactamente 7 años después de conocerse), una cápsula del tiempo que contiene nueve objetos, tres de ellos elegidos por Armstrong y otros tres elegidos por Aldrin. Y junto a ellos, una foto de una pareja que nunca volvió a encontrarse, un anillo con el que Collins quería declarar su amor a una joven de la que se sentía profundamente enamorado y de la que no sabía ni su nombre, y una piedra extraída del banco de la paciencia, aquel situado detrás de un carromato de feria en el que dos amantes que se acababan de conocer aquel 20 de Julio de 1962, exactamente 7 años antes, dieron rienda suelta a su pasión. 

Y yo que pensaba que los americanos eran fríos y poco pasionales

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